viernes, 2 de octubre de 2009

Café

 

Recuerdo mi última ida al cine. Yo sentado al costado del pasillo, solo quedaban dos asientos a mi lado, y nadie los ocupaba. Era tan obvio para ellos, que alguien llegaría a ocupar al menos uno, que alguien tenia que acompañarme. De hecho, cuando le avise a una pareja de tan inusual disponibilidad tuve que repetirles un par de veces que si, que estaban libres los asientos. Creo que una de las gracias de aprender a andar solo es saber que pese a el delirium tremens que reina, uno en general pasa desapercibido. Debe ser que el tiempo y el espacio se deforman, quizás tiene que ver con los equilibrios gravitacionales, para el caso de andar solo, se debería a que existe la masa de un cuerpo donde deberían haber dos, y eso te vuelve invisible.  Pero no siempre.

Y de esos “no siempre”, es cuando apareció. Era primavera, y yo me metía a aquel café en donde tantas veces fui acompañado.  Podía ser masoquismo, o que se yo,  simplemente que el café era bueno.  Así como pasaban los días, los cafés leídos,  pasaba la pena, y nada parecía perturbar una rutina perfecta que me mantenía a salvo de cualquier sobresalto amoroso de esos que antaño me hacían tan vulnerable. Y la verdad es que así se vivía bien, o al menos tranquilo.

Es extraña la forma en que a veces se perturba la soledad.  No siempre se quisiera, pero ahí está, rompiéndose por nada, por un par de ojos que te queman, porque alguien simplemente quiso saber como sería. Debo admitir además que fue imposible mantener la mirada en el libro, en estos casos sin saber por qué, siempre hay un tensor en el cuello que te obliga a levantar la vista, y ahí estaba ella metida en su computador, escribiendo quién sabe que cosa, solo su frente y sus ojos aparecían tras la maldita máquina. Yo estaba ahí, en ese momento ya no sabía, leyendo que cosa.

Claro, cuando resignada por no tener batería ni enchufe cerca, cerró el maldito aparato, apareció ante mi un poco más que solo sus ojos, también ella tenía nariz, y unos labios que no solo eran bellos sino que además combinaban tan bien en el conjunto.  Pero eso no era todo, también tenía un largo cuello que terminaba en unos hombros delgados y elegantes, un poco más abajo, su escote como era de esperar se elevaba perfecto por sobre la mesa. Que mujer más bella era esa que invadía mi café de lectura tranquila, que mujer. 

La miré hasta que apareció de pronto en un avión, a mi lado, viajando a Buenos Aires a recorrer las calles que siempre recorro sólo.  Caminamos como locos en Baires, le dimos vuelta a esa ciudad perfecta, con ella perfecta de mi brazo.  Todos los días eran con pocos planes, sin mucho destino, más que llegar donde las piernas dieran abasto.  Y lo mejor eran esas noches de hotel, en las que sólo antes de desfallecer de cansancio, caíamos rendidos de tanto hacer el amor. Su silueta desnuda sobre mi era cada día una bendición, sus movimientos una poesía.  Aquel escote del café donde la vi por primera vez, multiplicaba por  millones su belleza cuando ella se encontraba desnuda.  A estas alturas Ud., al leer esta carta pensará que estoy exagerando, pero no es así.    Cuando a media noche, o luego del rito, iba al baño a buscar agua, volvía a derretirme cada vez con su cuerpo danzante en la penumbra.  No, no estoy exagerando. 

Finalmente, sólo me quedaba cerrar el libro y pagar mi café. Así como no pude evitar levantar la mirada, y muy en desacuerdo con mi propia tradición, tampoco pude evitar sonreírle cuando ella me miró detrás de la pantalla.  Ella no sonrío, sólo bajo la mirada y siguió escribiendo.  Finalmente si, siguiendo mi tradición, no pude hablarle.

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